Por José Antonio Benito*
(ZENIT) .- Sabido es que la cruz identifica al cristiano. Basta con ver a uno que se signa o se santigua para percibir que estamos en presencia de alguien que valora al que murió y resucitó en la cruz: Cristo. Como afirma el historiador Francesco Pini “la cruz no es lo mismo que el crucifijo. La cruz tiene sentido únicamente si relacionada con Cristo, que la transformó de instrumento patibulario en instrumento de salvación, dándole así un nuevo contenido y significado; y relacionada también con el cristiano, que recibe en ella una doble invitación: primeramente, una invitación a cargarla siguiendo a Cristo, por su amor; y, en segundo lugar, -algo aún más difícil,- una invitación a tenderse sobre ella y a dejarse clavar en ella, como lo hizo Cristo, y con sus mismos sentimientos”.
En Europa, en general, la presencia pública de la cruz caló tanto a lo largo de los siglos que su presencia o desaparición no puede reducirse a cuestión de mayorías o minorías oscilantes como las modas y los tiempos, o a voluntad política de los estados. No hay encrucijada que no levante una cruz por los viejos caminos de Europa ni que señale la iglesia del lugar o sus calvarios. España proyectó a América esta misma devoción, tanto que podemos decir que se convirtió en su signo de identidad.
La cruz presidió la gesta evangelizadora
Sabemos que sobre las velas de La Niña, La Pinta y La Santa María, campeaba una gigantesca cruz, cuya presencia protectora y augural llevaba en sí también una constante admonición a todos los embarcados en la atrevida aventura. Y Colón, tal como se lee en su Diario, desembarcó llevando la bandera real, mientras sus dos capitanes, Martín Alonso Pinzón y Vicente Yañez Pinzón, llevaban cada uno una bandera en la cual, al lado de las iniciales de los Reyes de Castilla-Aragón, Fernando e Isabel, figuraba la cruz de Cristo. Y más adelante Colón, según refiere Las Casas, "puso una gran cruz a la entrada del puerto (...) en un alto muy vistoso en señal de Jesucristo nuestro Señor y honra de la cristiandad", y el 27 de noviembre escribió a los Reyes, exhortándolos a que "no deben consentir que aquí trate ni haga pie ningún extranjero, salvo católicos cristianos (...), ni venir a estas partes ninguno que no sea buen cristiano".
Cabe subrayar la presencia de la devoción a Cristo crucificado en el nombre que tomó la primera de las Provincias (Jurisdicciones) de los Franciscanos en el Nuevo Mundo, el de Santa Cruz de las Indias. Y es muy comprensible, siendo los Franciscanos los hijos espirituales del Santo de Asís cuyo cuerpo fue traspasado por las heridas de Cristo, llevando los estigmas como señal de esa indescriptible identificación.
Con la llegada del cristianismo a América, la cruz presidirá la fundación de las ciudades y se colocará en todos los lugares visibles, tanto religiosos (templos) como civiles (casas, puentes, caminos, cerros), especialmente si habían sido centros espirituales precristianos, bien apachetas, huacas o centros ceremoniales.
Presencia de la Cruz en el Perú
El Primer Concilio Limense (1552) dispone que en los pueblos de indígenas se haga una iglesia o al menos una ermita con una imagen o una cruz (Const.2); de igual modo, se advierte que los ídolos y adoratorios sean destruidos, y si fuese lugar apropiado, se edifique una iglesia o al menos una cruz. El obispo auxiliar emérito del Cusco, Severo Aparicio, fundador de la Academia Peruana de Historia Eclesiástica, destaca que con "este criterio y para cristianizar lo pagano, allí donde había huacas y apachetas, se colocaron cruces. De tal manera caló en el corazón del indígena la devoción a la santa cruz, que en los cerros, los caminos y las casas de nuestras poblaciones campesinas está presente la cruz. Devoción que aún en nuestros días conserva plena vigencia y tiene el sustento de su profunda raigambre popular".
Tal es así, que predominan las imágenes del Crucificado sobre las de la Resurrección. El Perú está profundamente ligado a la devoción del Cristo Sufriente y a la Cruz. Puede verse en las populares cruces del caminante o peregrino. Las características que reúnen son diversas. Hay cruces sin crucificado pero con los signos de la pasión: el gallo, la corona de espinas, los dados, la columna, el martillo, las tenazas, el cartel de INRI ("Jesús Nazareno, rey de los judíos", la caña con la esponja, el sol y la luna, la lanza, la escalera, la sábana. En ocasiones, aparece el velo de la Verónica y hasta hay cruces de un Cristo Resucitado...
Baste concitar algunos de las devociones más importantes del Perú.
Señor de Qoyllur Riti, en Ocongate, distrito de Quispicanchis, en el santuario de Sinakara, frente al pico del Ausangate. Miles de pereginos, a comienzos de junio, con un millar de danzarines enmascarados de los Andes (ukukus) se reúnen a unos mil metros más arriba del santuario donde aguardan la salida del sol detrás de Qollepunku, la montaña más alta del Sinakara, para seguir escalando hacia los glaciares donde entre cirios, oran y rescatan las cruces que plantaron allá días antes.
El Señor de Locumba. Debe su nombre al vocablo "Llojhacumpa" "Ilojheumpa" "Ilocumba", del verbo "cumpatha" que significa "hacer orillas", bordes a los dulces o a los vestidos, por lo que quiere decir "bordear cuestas" "de bordes empinados." Un 14 de septiembre de 1700 apareció un mulo de color blanco que llevaba a cuestas dos cajas con dos rótulos, uno que decía "Señor de Locumba" y otro "Señor para el Valle de Sama". Un labriego, servidor de un hacendado español, José Antonio de Araníbar, en cuanto vio la acémila en la hacienda "Los Pinos" corrió a dar cuenta a su amo y a todo el vecindario del feliz hallazgo. Pronto, el vecindario se dio cita para presenciar el animal que se había cobijado a la sombra en una palmera (desde entonces se le denominó "La Palmera del Señor". Al ver que nadie reclamaba el mulo ni los bultos abrieron la carga que resultó ser una imagen de Cristo Crucificado. Tras muchas consultas se determinó dejar el bulto en Locumba y el otro hasta el Valle de Sama.
Al buscar el mulo resultó que había desaparecido misteriosamente. Al apreciar que el baúl de Sama era de mayores proporciones decidieron cambiar los baúles y quedarse con el de mayor tamaño; aseguraron el baúl al lomo de la acémila, comenzó a caminar entre las oraciones y los cánticos de los lugareños, pero a eso de un kilómetro cayó exhausto. Se cambió de acémila y la nueva, más potente y briosa, no pudo caminar por más de 300 metros. Visto lo cual los pobladores concluyeron que no era procedente el trueque y que debían dejar la imagen en Locumba. En cuanto cambiaron las imágenes el embalaje con destino a Sama discurrió con la mayor naturalidad. Desde entonces se edificó un santuario en su honor.
Culto al Señor de los Milagros
Y culmino con el crucificado que se ha convertido en símbolo del Perú y de América entera, el Señor de los Milagros, la devoción, quizá, más arraigada en nuestro pueblo y que viste de morado las calles y la vida todos los meses de octubre. Fue un 13 de noviembre de 1655, a las 2 y 45 de la tarde, cuando un terrible y destructor terremoto estremeció Lima y Callao, tirando abajo las iglesias y sepultando mansiones, dejando tras de sí miles de muertos y damnificados. El sismo afectó seriamente la zona de Pachacamilla y las viviendas de los angola se precipitaron al suelo; todas las paredes del local de la cofradía se cayeron, produciéndose entonces el milagro: el débil muro de adobes donde estaba pintado un crucificado permaneció en pie.
Más tarde salió en procesión y en grado tan creciente que en este momento provoca, en cuantos participan en ella o la contemplan, sentimientos como el manifestado por el agnóstico José Carlos Mariátegui: “Dos días todopoderosos resucitan la tradición y la fe de una ciudad; desde un muro de adobe la imagen pintada por un negro esclavo nos impone a todos, recogimiento y unción …y, sobre todas las cosas, triunfa el señorío de Nuestro Señor Jesucristo que murió en una cruz para redimirnos del pecado original. Amén”.
Como excelente humanista y psicólogo, a fuer de buen pastor, el beato papa Juan Pablo II, en su visita al Perú, proyectó luz sobre el dolor humano, alentando a mirar la cruz de Cristo: "Solo en la cruz puede encontrar el hombre una respuesta válida a la interpretación angustiada que surge en el corazón del hombre doliente. (...) Identificado con Cristo en la cruz, el hombre puede experimentar que el dolor es un tesoro; y la muerte, ganancia; puede experimentar cómo el amor a Cristo dignifica, hace dulce el dolor y redime" (Callao, 4 de febrero 1985, n.4).
De igual modo, Benedicto XVI en el año 2007, durante la apertura de la V Conferencia del CELAM, en Aparecida, destacó cómo “la sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros les ofrecían”, marcando en primer lugar en el alma de los pueblos latinoamericanos “el amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión, del perdón y de la reconciliación; el Dios que nos ha amado hasta entregarse por nosotros”.
* Historiador
sábado, 22 de septiembre de 2012
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