Queridos hermanos y hermanas: La Iglesia en España celebra cada año en el primer domingo de julio la Jornada de Responsabilidad en el Tráfico. No es una casualidad la elección de esta fecha. Nuestras carreteras comienzan a experimentar un incremento notable en la circulación de vehículos con motivo del inicio de las vacaciones. Es un hecho que, a pesar de las campañas de las autoridades, del endurecimiento de las sanciones y de la introducción del carné por puntos, las cifras de accidentes, victimas mortales y heridos siguen siendo muy altas. Ello nos obliga a todos a reflexionar sobre esta plaga de nuestro tiempo, que con la colaboración de todos, autoridades, conductores y peatones, hemos de tratar de aminorar. En los últimos decenios ha sido vertiginoso el aumento del tráfico de mercancías y el movimiento de personas: algo de suyo bueno, pues es un signo de progreso humano y social. Sin embargo, muchas veces el progreso conlleva trágicas contrapartidas. Hace ya más de treinta años, nos lo decía el Papa Pablo VI con estas palabras: «Demasiada es la sangre que se derrama cada día en una lucha absurda contra la velocidad y el tiempo; es doloroso pensar cómo, en todo el mundo, innumerables vidas humanas siguen sacrificándose cada día a ese destino inadmisible». Así es, efectivamente. Basten dos datos estadísticos impresionantes: a lo largo del siglo XX han muerto en la carretera 35 millones de personas, con 1.500 millones de heridos, y sólo en el año 2007 las víctimas mortales fueron 1.200.000, con unos 50 millones de heridos en las carreteras de todo el mundo. Estas cifras escalofriantes suponen un gran desafío para la sociedad y para la Iglesia, maestra en humanidad. Lo más grave de este drama es que la mayor parte de los accidentes se podrían evitar. En la carretera afloran con demasiada frecuencia los instintos y comportamientos más primitivos: la prepotencia, la soberbia, la mala educación, que se manifiesta en gestos ofensivos y palabras gruesas; el abuso del alcohol; el afán de ostentación de las propias habilidades o del vehículo, el frenesí de la velocidad, que cautiva a muchos conductores jóvenes, y la falta de respeto a las normas de circulación. Son muchos los conductores que se comportan al margen de las normas éticas más elementales y que, sin confesarlo abiertamente, desprecian el don sagrado de la vida. Por todo ello, invito a todos los usuarios de vehículos de nuestra Archidiócesis a reflexionar sobre este problema y, sobre todo, a observar las actitudes que debe tener un buen conductor: dominio de sí mismo, prudencia, cortesía, templanza, espíritu de servicio y conocimiento y respeto de las normas de circulación, algo que a los cristianos nos es exigido por motivos religiosos y morales. Nos obligan a ello nuestra fe en el Señor de la vida y el quinto precepto de Decálogo («No matarás»), que obliga a no poner en riesgo la propia vida o la de los demás y cuya trasgresión no es sólo una ofensa a las posibles víctimas, sino también a Dios, autor de la vida. «No matarás». Este precepto grave y taxativo de los Mandamientos de la Ley de Dios pide de nosotros los cristianos y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad hacer cuanto esté en nuestras manos para que la carretera sea un instrumento de comunión entre las personas y no de daño mortal; que la buena educación, la corrección y la prudencia nos ayuden a superar los imprevistos; que atendamos a quienes transitan por nuestras carreteras si precisan ayuda, especialmente si son víctimas de accidentes; que el automóvil no sea expresión de poder y dominio, ni ocasión de pecado; que convenzamos a los jóvenes y a los no tan jóvenes para que no cojan el volante si no están en condiciones de hacerlo; que apoyemos a las familias de las víctimas de accidentes; que mediemos entre la víctima y el automovilista agresor para que puedan vivir la experiencia liberadora del perdón; que en la carretera tutelemos al más débil y que siempre nos sintamos responsables de los demás. No está de más que os recuerde a todos que en cualquier persona (peatones, conductores y, muy especialmente, en víctimas de accidentes) está el Señor, que se identifica misteriosamente con nuestros hermanos, especialmente con los pobres y con los que sufren. ampoco está de más recomendaros que oréis al emprender el viaje. Qué bueno sería que en su transcurso rezáramos el Santo Rosario, como hacen muchas familias cristianas, para sentir la presencia de la Virgen y encomendarse a su protección. Es una forma magnífica de humanizar e impregnar de espíritu cristiano nuestros viajes. A los que iniciáis ya el descanso estival, os deseo unas vacaciones felices y gozosas. Que el Señor os acompañe en vuestro camino y que lo descubráis junto a vosotros en la playa, en la montaña o en vuestros lugares de origen. Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. † Juan José Asenjo Pelegrina Arzobispo de Sevilla |
No hay comentarios:
Publicar un comentario